Como cada 7 de julio, el mundo conmemora el Día de la Conservación del Suelo, instancia que invita no solo a investigadores y académicos a poner el valor de las ciencias asociadas al terreno, sino también a la industria, al Estado y a la sociedad civil, como promotores activos de su cuidado.
El suelo es un elemento esencial de la biósfera, al ser la interfaz donde interactúan las componentes que definen su funcionamiento tales como el aire y el agua además de la radiación solar. El suelo es también el producto de la interacción milenaria entre la roca, la biota y el clima por lo que su existencia da cuenta de la naturaleza en su más pura esencia. Es así como el suelo y su uso definen en gran medida las dinámicas del cambio global al ser un relevante reservorio de carbono y sostenedor de la biodiversidad, además de mediador clave del ciclo hidrológico. Pero el suelo no es eterno y su existencia puede verse modificada por la acción humana, específicamente por el cambio de uso y cobertura de la tierra impulsados por la urbanización o la deforestación. Estos procesos obedecen a dinámicas impuestas por las estrategias de gobernanza de los países, las cuales no siempre han logrado poner de manifiesto el valor del suelo.
Como ejemplo, en Chile la expansión de algunas ciudades ha llevado a la pérdida irremediable de suelos agrícolas altamente productivos, lo que puede afectar nuestra capacidad de abastecer alimentos, comprometiendo incluso nuestra seguridad alimentaria. Esto se evidenció durante el aislamiento provocado por la pandemia, donde hubo dificultad para obtener ciertos alimentos como hortalizas y legumbres. Otro ejemplo de gran impacto en nuestros suelos fueron los procesos de deforestación del bosque nativo ocurridos hace más de un siglo, donde se privilegió la producción agrícola de trigo de exportación de manera indiscriminada, desencadenando procesos de erosión irreparables.
Este eco del pasado al parecer no resonó con la suficiente fuerza ya que seguimos repitiendo el esquema en nuestras modernas industrias silvoagropecuarias, donde muchas veces se ha olvidado su función de sostenedor de vida y regulador del ciclo hidrológico, evidenciando impactos negativos en numerosas cuencas del país generando graves conflictos humanos.
Otro de los problemas que atañen al suelo actualmente, es la acelerada parcelación agrícola que se ha manifestado principalmente en el último decenio, donde miles de hectáreas ya no podrán ser más cultivadas generando además una mayor fragmentación del hábitat. Los efectos de este proceso son aún desconocidos para la ciencia y la sociedad, aun cuando se hipotetiza sobre posibles efectos perjudiciales en temas de seguridad alimentaria, así como para la salud de los ecosistemas.
Frente a la actual crisis climática es primordial comprender el valor del suelo, y para ello se requiere de un esfuerzo transversal que incluya a todos los actores del país, dado que es el elemento que más podemos controlar desde nuestra gobernanza local para garantizar la sustentabilidad de los territorios. Sociedades civiles y científicas locales e internacionales han manifestado la necesidad de proteger este elemento de mejor manera y para lograrlo es esencial comprender su valor. Esta tarea debe trascender las generaciones lo que exige un esfuerzo desde la educación escolar a la universitaria, además de mejores regulaciones sobre su uso y protección, fortaleciendo la investigación que nos permita conocer de manera adecuada nuestros suelos y así poder responder a las interrogantes que implican los problemas derivados del cambio global.
*Una columna de opinión de Mauricio Galleguillos, académico de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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