A pesar de ser patagón, consumado tomador de mates y a lo mejor incondicional admirador del asado al palo aysenino, creo que conozco Santiago y Valparaíso tanto o más que mi tierra. Es que ambas ciudades me perturbaron y enseñaron el mundo para irme a estudiar la enseñanza media, ser universitario y obtener mi cartón.
Santiago popular lo sigue atrapando a uno, aunque no guste a muchos. Paralelamente, recuerdo el Valparaíso de las quintas de recreo, con la ramada y el olor a vino tinto destilando por las raíces de los cerros y el mar. Pasé diez años entre alturas cerca del ascensor Turry, que me dejaba en pleno centro, a una calle y media de la bahía y del molo. Siempre de fondo, la música incidental de las gaviotas o el vuelo rasante de los pelícanos en picada. Y ese Valparaíso por donde me metí durante mi carrera universitaria, que no me soltó nunca en dos largos años por las colinas de San Roque entre buses verdeclaros que enfilaban por las quebradas de Rocuant hasta llegar al pensionado de la quinta Brown. Nos lucimos muchas tardes de domingo frente a las colinas donde decenas de admiradoras gritaban y aplaudían nuestro canto en las letanías de la tarde con las ventanas abiertas, arrobadas por sus héroes musicales que las inundaban de mensajes de amor.
Viajes y curiosidades a flor de piel
En medio de los apogeos del mar y los cerros, me arrancaba a Santiago y llegaba a una urbe medio resabiada y baturra que no dejaba de copiar todo lo que sonara en otros países. Eran los tiempos en que aún se jugaba ajedrez y se iba a misa. Cuando abríamos puertas a los malones del tocadiscos, con parlantes que chirriaban hasta la medianoche para bailar gogó, yenka, chacha y uno que otro lento o garbosos rocanroles que nos llegaban en discos negros de Estados Unidos.
Valparaíso me tumbó con los sones de la fiesta nocturna de las bacanales del puerto, cuando la mitad del pensionado llegaba a una quinta de recreo a ocupar un escaño y tres corridas de pílsen para cada uno. La mesa era una tabla larga llena de botellas, y nos veíamos muy ridículos ahí esperando en silencio. Por las noches, el Yako y la confraternidad guachaca de las niñas confianzudas, y más allá, el American bar…su casa, o el Roland Bar lleno de marineros de otras latitudes. Aún recuerdo el inmenso espacio de Las Cachás Grandes frente al edificio de la Universidad de la calle Chile Argentina y el mercado Cardonal a los pies del edificio. La nostalgia se abalanza y crece. Más allá del gran edificio de la Aduana en plena plaza Echaurren, creo que nunca fui tan feliz cuando me sentaba solo y me quedaba ahí, mientras los ancianos de otras épocas se juntaban a tomar el pipeño y a fumar cigarros Monarch, haciendo sonar dados, mazos de naipes y dominós en una angustiosa carrera contra el tiempo. De fondo, siempre de fondo, los boleros de Gatica, los valses de Agustín Lara y los inolvidables arrebatos de Gardel. No creo que quede ninguno de ellos en este mundo. Tampoco el españolito del emporio de esquina en algún barrio de Rocuant, que vociferaba consignas sobre todos los gobiernos cuando me vendía el pan y dos tomates a la hora de las once.
Santiago y sus micros a raudales
Un brevísimo recuento del espectáculo de los cantores populares, me deja conversando de frente al pueblo, encaramado en una micro por la interminable Alameda. Esperé para entrevistarlos y fotografiarlos a todos los cantores populares que se subieron. Y los recordé con nostalgia parida. Notable resulta reencontrar en mis apuntes a Jaime Trujillo con sus punteos y arpegios de rancheras mexicanas. Maravillosos los sonidos de la zampoña de Ernesto Bugueño y Sonia Arancibia, jóvenes artistas de tiempo completo que se dieron el lujo de transpirar en pleno invierno frío de la tarde de Julio. El payador Juan Espina, que se atrevió con los pasajeros del bus, levantando un suave halo de hilaridad. Y esa Violeta Carilepe, que imitó a Violeta Parra o los raperos Claudio y Andrés, que hablaron de sus cárceles enmarañadas en medio de la eterna asechanza. Doña Marta rapeó en inglés, la bellísima Clara condujo la flauta dulce cerrando sus ojos celestes, un afortunado José Ramírez nos dijo antes de bajar que recolectó luca y media con sus imitaciones de Adamo. Y el más viejo, don Rubén Ojeda, que a sus 70 años logró encantar con sus descuidadas interpretaciones de Gardel.
El mundo de los músicos de la calle cobra una dimensión espectacular al interior de los buses por la larga Alameda. Parece ser que el tiempo se detiene ahí, que desaparecen los monumentos y las plazas, que se terminan los desafíos y los procedimientos ciudadanos y que, enredados en su propio karma, los cantores siguen batallando por la vida, sin saber que se convierten en seres epopéyicos dotados de un sorprendente sentido de eternidad.
El barrio Puerto cerca de 1900
Acuden la mente y el corazón tomados de la mano y enfrentados al barrio del puerto, donde mastican chicles los poblas del muelle Prat, los torrantes del cargamento y esa música y media de gaviotas que acompañan a la veleidosa madre Mara de los cochayuyos olorosos del malecón. En la población Márquez del Cerro Arrayán, en el callejón Manterola, existe en esos tiempos una abuela que todos nombran como la Mami Clara. Es la doña de las prostis y también del ladroneo internacional de los lanceros del puerto, donde pululaban los pocos maricones que se iniciaban en el negocio del otro sexo. Notable el Maricón Humberto que trabaja de planta en la casa de la Mami analfabeta. Esta mujer se las arregla con alcaldes y diputados de la época para recuperar a sus niñas y niños, como les decía. Más pronto de lo esperado forma lo que se conoció como La Cuadra. Con el líder Arturo Moreno, a quien todos le decían El Padrino, porque protegía y aconsejaba a toda esa gente, les enseñaba a vivir, a conocer la vida y a no delinquir.
El guatón Ñico (Nicolás Olate), era lancero, vivía con una prostituta y se conocía como uno de los jerarcas de la coca. Desapareció para el golpe. También estaba el Fatalito. Y mujeres como la Toya, la Arminia, todas dueñas de prostíbulos, cabronas como la Negra Inés. En el barrio Márquez estaban todos los lupanares juntos: El Pato Loco, La Doña Elcira, El Maricón Humberto. Muchos jóvenes de 15 a 18 años bajaban al barrio a tirar la manga, a pedir monedas. A los borrachos que se quedaban dormidos les robaban las monedas de los abrigos y muchos niños iban a la escuela y se juntaban con las hijas de los cabrones y las prostis.
Había en el inmenso barrio puerto mucha gente de alta alcurnia que llegó de no sé dónde, y ahí empezaron a crecer los que después llegarían a ser los grandes zares del tráfico de droga, los jefes intocables de los carteles que había en La Cuadra, el Salomón, el Turco, el Gringo Roberts, la Princesa Tobar, toda esa gente mancomunada, muy unida en esos años. Así que el Puerto era una parte especial donde los que vivían cerca se conocían entre sí.
Han pasado tantos años que es difícil que gente de esa primera generación, de alguna manera fundadora de La Cuadra, se encuentre con vida. Si nos remontamos al año 45, estamos hablando de casi ochenta años atrás. Pero no cabe duda que es la Negra Inés quien se lleva todos los honores. Arrendaba por sus últimos días un pequeño departamento en un edificio de la calle Cochrane con Márquez, acompañada por su dama de compañía, una tal Rosa. Dicen que siempre se hizo la dormida o la enferma, y se negó a hablar con el que preguntara por ella.
Con la Negra se perdió una generación fundadora y pionera de la bohemia que inauguró la segunda mitad del siglo XX. Tan importantes siguen siendo estos sujetos bohemios que en el imaginario colectivo del porteño aún se conserva una especie de panteón popular, es decir, el recuerdo y la veneración de verdaderos próceres de la noche porteña. Uno de los más destacados es el célebre Maricón Humberto. Los sujetos más viejos evocan sus primeros pasos en el Barrio Puerto y no dejan de referirse a la población Márquez, la antigua, donde no estaban todavía los edificios de hoy, creo que permanece sólo la Cuarta del cerro Santo Domingo, que por entonces no era más que una quebrada con una que otra casa. Allí se encontraba el famoso prostíbulo del Maricón Humberto. Quienes lo conocieron cuentan que era una excelentísima persona, muy querida y respetada en el ambiente; y que cuando murió todo el Puerto se despobló para ir a su sepelio. Siempre es descrito como todo un caballero: alto, bien vestido, buenos modales, respetuoso ante todo.
Los contrabandistas
El contrabando del barrio puerto se constituyó en otro de los grandes negociados. Consistía básicamente en tirar la mercadería desde los barcos al mar antes de que estos atracaran. Después era recogida en las playas cercanas para ser vendida a bajísimo precio. En estas operaciones trabajaba mucha gente; desde el que tenía los contactos, sobornaba y mandaba, hasta el que finalmente reducía los productos. Este hecho, desde la lógica popular, parece no ser visto como delito propiamente tal. Quienes lo hacían, ganaban no sólo mucho dinero sino también fama y respeto. Por eso, aunque ilegal, detrás de esta actividad había toda una filosofía de vida, una manera de comportarse y un medio para sobrevivir. El contrabandear subvierte el orden dentro de un sistema tan vigilado y jerarquizado como lo es una aduana. En este sentido, no todo lo que entraba y salía por esta frontera era registrado; detrás había otro mundo del cual se nutría el universo popular. El puerto de Valparaíso impulsado por la élite era burlado por sujetos populares a través del contrabando.
Nunca pensé que me tocaría tan profundo el conocimiento de grandes ciudades como Santiago y Valparaíso. Entré hoy profundamente en ellas, me nutrí con sus imágenes llenas de malicia en medio de las últimas vueltas del siglo XX y aprendí a compararlos con Aysén y mi natal Coyhaique.
Me doy ese gusto. Y encuentro que, de tanto escribir, uno se nutre de capítulos ya casi olvidados. Y envejece más rápido.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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