En Coyhaique había días grises, llenos de lluvia y viento que provocaban enormes dislates y burundangas, conmocionando a veces la ciudad. Durante un feriado de Semana Santa, mis padres me llevaron a los campos cercanos y pasamos por un camino aburrido con piedras y ripio de cascajos, donde lo más destacado bullía fuera de la huella: un misterioso sendero que llevaba hasta un galpón de grandes proporciones.
—Es el Rancho Grande, me dijeron.
Mucha gente aún se acuerda de ese lugar, sobre todo aquellas personas que por los años 68 al 78 ocupaban cargos en reparticiones públicas o cumplían con su servicio militar en Coyhaique.
La primera época del lugar
La primera época corresponde a 1937, cuando un hacendado habilitó aquel galpón para cobijar a caminantes y trabajadores de la huella. El lugar era más bien una casa particular donde se vendía a toda hora vinos y licores en un ambiente informal y distendido.
Jinetes y arreadores pasaba por ahí y se quedaban días a la intemperie. No faltaba la ocasión para que el dueño de casa ayudara a estos camperos y con el tiempo se vio a muchos de ellos botados, durmiendo o comiendo entre el pasto y los árboles. Entonces se creó una posada y se le puso nombre, aunque hasta ahora nadie ha podido recordarlo.
En 1947 se produjeron diversos desmanes y trastornos al llegar buscas argentinos que se enfrentaron con chilotes, produciéndose muertes y desmanes. El ambiente se cargó de una atmósfera funesta y su propietario optó por venderlo.
La noticia llegó a oídos de Hernán Carrasco, un hombre alto, medio fortachón y gaucho que regresaba de estancias argentinas y que se interesó en comprarlo para trabajarlo en pastoreo y hacienda ovina y bovina. Los faldeos se veían henchidos de soberbios pastizales, refugios para invernadas y veranadas.
La segunda época
La segunda etapa del predio, ocurrió a fines de 1948 cuando Carrasco adquirió el loteo con el dinero de la venta de un boliche de provisiones que tenía en calle Lautaro. Coyhaique ya andaba por los 18 años de vida.
Por los 48, 49 y 50 lo único que pudo hacerse en el campo fue comprar y vender animaladas. Hubo que construir bretes, corrales, rampas de cargamento y senderos de salida. Ocho años después, Alberto Brautigam lo buscó para que administre la compra y venta de sus lanas y sus cueros en el mismo campo. En 1968, junto a su familia, formalizó la creación y el funcionamiento del restaurante.
Hasta que llegó una última etapa, en Agosto de 1983, fecha en que Carrasco vendió el Rancho Grande.
El primer Rancho se hizo visible hacia 1937, un sitio con la gracia de hermosos paisajes naturales y espacios destinados a la comida, la bebida y el descanso.
No era un negocio formal, sino que la gente se anunciaba a los gritos desde una tranquera y le pedía al dueño tirar sus pilchas por ahí. Los que pasaron primero, eran caminantes o troperos que avanzaban por huellas muy dificultosas.
Cerca de Coyhaique, una gigantesca área de caminos era transitada por gente de las producciones, especialmente troperías, caballares y ovejerías. De vez en cuando pasaba una carreta. La población laboral agrupaba a peones de a pie, tumberos, jinetes, camioneros, mecánicos, esquiladores, troperos, carpinteros, paleros, cuadrilleros, huelleros, carreros, amansadores y carreristas. A estos trabajadores de la tierra se unían las familias de vecinos campesinos, ganaderos y patrones, compradores de lana y ganado, grupos sociales, profesores, clubes, partidos políticos, huasos, empleados públicos, militares, socios ganaderos, gerenciales o privados… sin contar a las autoridades y los médicos, incluidos los sacerdotes. Los únicos que no podían compartir aquel mundo de comidas, bebidas y juegos, eran los menores de veintiún años.
En el espacio de bienestar coexistía una intensa vida social y de bohemia, donde muchos de los asistentes tenían por costumbre jugar cacho, dominó, truco y mús. Este lugar fue uno de los tantos escenarios de juegos de salón y especialmente de barajas, en que se concertaron apuestas en dinero, hacienda y propiedades.
Por un insignificante caminito se podía ver avanzar un solo caballo, y a veces dos o más en fila. Tempranamente vivieron ahí muchos de los segundos pioneros, los primeros ya habían llegado y eran dueños de tierras, Valdeses, Orellanas, Jaras, Foitzicks, Millares, Fournieres, Troncosos, Valdebenitos, Galindos, Orias. El camino no se había construido en un santiamén. Las escuelas funcionaban con grandes dificultades, la gente se movilizaba en caballos y a pie, en el río Simpson no había puentes y el campero Timoteo Jara, llegado hacia fines del siglo XIX, atendía un bolichongo cerca del Salto.
Justo en el período de iniciación llegaron los camineros y los paleros para hacer crecer esa senda y entregarse a la idea de que sí era posible construir un camino. Pero no sólo estaban ahí los vallinos. De todas partes llegaba gente para hacerse la vida y formar familias. De Balmaceda, muchos gauchos pasaban por el lugar a tenderse o sentarse en el pasto cerca de los bosques y sacar sus botellas o botas para beber vino, descansar, a veces bordonear y casi siempre a contar historias, chascarros y mentiras divertidas.
La idea de Félix Martínez
De pronto, el lugar se convirtió en un núcleo social atractivo, como si hubiera que pasar ahí a quedarse.
El tiempo de las paradillas con olor a churrascos y licoreos, fue siempre algo conocido en los grandes desplazamientos. Incluso algunos se organizaban y preparaban para juntarse e ir. Los vecinos se convertían en muy bien atendidos huéspedes, comían, alojaban, se relajaban, se divertían. Algunos anfitriones complementaban esas atenciones con ventas de quesos o leche, charqui, mermeladas y mantequillas. Aparecieron a menudo ingeniosas historias y testimonios de gente que anduvo en esos tiempos, perseverando como clientes habituales de Rancho Grande.
Hernán Carrasco ya estaba en Coyhaique y administraba el campo del Picacho cuando Félix Martínez Arias, conocido ganadero y agricultor de Coyhaique, le aconsejó que vendiera esa propiedad, un campo virgen que no estaba medido ni avaluado y no tenía más que un puesto de canogas. Le hizo algunas pequeñas mejoras, cercó y empalizó, alambró y puso dos tranqueras para dejarlo más presentable. Y apareció un interesado que era amigo suyo y se lo vendió en 20 mil pesos, para lo cual le pidió firmar letras a don Félix. Finiquitado el procedimiento de venta, lo primero que hizo con su dinero fue construir un nunca antes visto Club de los Bomberos, que estuvo ubicado en calle Cochrane, al lado de la Notaría Angulo y le puso el nombre de Bar Restaurante La Bomba.
Siempre le habían gustado los bomberos, desde cuando era chico y en la plaza de Osorno y también en la de La Unión acostumbraba ir los domingos con familia a ver las retretas marciales de los músicos y los ejercicios bomberiles con largas escaleras y altísimos chorros de agua. Desde ahí le entró el amor y el entusiasmo por los caballeros del fuego, a tal punto que también pronunció, como casi todos los niños de esos tiempos, la frase cuando sea grande quiero ser bombero.
A ese restaurante tan central llegaron voluntarios y directivos, y pronto pasó a ser La Bomba, una especie de sede oficial de los bomberos de la época. Llegaría un momento en que quiso ir más allá de todo lo imaginado, porque viendo el éxito que tuvo La Bomba, quiso repetirlo pero en otra parte. La vendió y abrió un emporio surtido para todo tipo de clientes, pero especialmente campesinos, el que estaba ubicado cerca de Mañuco Solís. Quería juntar capital porque siempre le daba vueltas la idea de instalarse con un restaurante para los campesinos a la orilla del camino.
Y un día lo llevaron a conocer un lugar que se mentaba como muy famoso y acogedor para la gente que pasaba a tomar unos tragos y reponer sus energías con contundentes cazuelas y bien preparados asados.
Era gente de paso, familias completas, a veces hombres solos y generalmente campesinos que llegaban al lugar a pasar ratos agradables y a descansar. Alguien le dijo una tarde de tabeadas en el campo de Antolín Gutiérrez:
—Ese lugar existe de antes que naciéramos. Escuché hablar de él por primera vez a los abuelos cuando yo no tendría más de 7 años y recuerdo que hablaban de mucha gente que llegaba ahí y que se quedaban muchos días, no sé si durmiendo o solo comiendo y bebiendo.
—Sí me contaron lo mismo. Y me dijeron que en esos tiempos sólo funcionaba para vender licor a cualquiera que pasara a pedirlo. Y esos ganchos tuvieron que instalar una construcción especial porque pasaba lleno. Y lo segundo, que había un enorme galpón adonde la gente se empezó a quedar. Desensillaban y llevaban sus pilchas adentro para dormir ahí, con una fogata encendida. Dormían, comían, tomaban.
Rancho quedó tan entusiasmado que montó su caballo y se fue a conocer el lugar. Luego de parlamentar bastantes horas con el propietario y repetir unas cuatro veces la visita, y recorrer solo, siempre solo y a caballo casi la totalidad del predio, además de ojear los recodos, las laderas de los lomajes, la forma de los árboles y hasta calcular el sentido del viento y la salida del sol, regresó al pueblo con muchas ideas bailoteando en su cerebro.
Una tarde le dijo a su mujer que había decidido comprarlo. Y lo compró, lo legalizó, lo cerró, lo dejó al cuidado de un tal Rosales, que en ese tiempo se manejaba como jinete y gaucho de armas tomar y que tenía gran experiencia como encargado de campos y casas de patrones adinerados que no podían atender más que sus negocios y solicitaba servicios de personas capacitadas como él.
Pero algo mejor estaba por llegar.
(Continúe leyendo la próxima semana)
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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