Hoy me dio por recordar mis días en Santiago, esas noches de copas que atraviesan la obscuridad junto a Jaime Zamorano y el mundo al revés en un pub de la calle Mosqueto. Estar con él fue una de las buenas cosas que me pasaron. Pero hubo más y se las contaré hasta donde pueda recordar.
Alberto Gánderats aceptó que yo trabajara en su Revista del Domingo del Diario El Mercurio. En Providencia, toqué a la puerta de su despacho y le conté en tono coloquial que estaba cesante. Me preguntó si venía encomendado por alguna fuerza misteriosa, ya que no había encontrado a nadie que fuera así como te veo.
—¿Cómo así?— le pregunté.
—Como caído del cielo— me respondió jovial. Y bajamos al café del primer piso.
La Revista del Domingo
En la Revista, las semanas se suceden rapidísimo, con la reunión de pauta de las 8:45 donde un sesudo Nicolás Luco riñe con Ricardo Astorga por cosas de fotos descolocadas en páginas centrales. Son esos años de 1982.
Me la paso leyendo los borradores. Si hay una coma de más o de menos, me lanzan a la calle. Es una vida sin errores ni gazapos. Luego de unos días me traen las sábanas del texto con una entrevista a Gracia Barrios y José Balmes. Bajo el sol abrasador de los ventanales, me salgo del eje para solazarme con Donato Torecchio y sus crucigramas apoteósicos incluida la foto principal. Ese día era El Cristo y la adúltera, de Rembrandt. El italiano es frenético de extravagante.
Durante el repetido after office, nos vamos con Gánderats al primer piso del edificio y nos metemos al casino, a un café donde se almuerza —hay alemanes y españoles ahí, siempre, la mayoría de la casa de la cultura hispánica justo al lado. Ahí se discute de política y sociedad, de pop anglo o de cualquier otra cosa, menos de trabajo. Para hablar de ciencia tienen todo el día en el instituto de investigaciones biológicas a la vuelta de la esquina, el banco genético de semillas más grande del mundo. Cuando quieres embriagarte, la genética no importa demasiado, vocifera Hansen con una autoridad de abuelo ilustrado. Paul Hansen es nuestro jefe de redacción, viste jeans y camiseta morada, tiene el pelo entrecano, usa anteojos y carga una mochila gris más grande que su espalda. En su mano derecha lleva un reloj Timex Ironman que registra cada uno de sus movimientos: las caminatas que hace por el parque cercano a su casa, las calorías que quema, las seis horas de sueño que duerme cada día. Pero en el bar, con sus amigos, prefiere no monitorear su ritmo cardíaco cuando un par de rubias que nadie conoce se ubican en la mesa contigua. Por eso cada viernes, este Hansen intenta retraerse para descifrar el santiaguino mundo, bastante más alejado de lo que le preocupa: la revista. Toma té con anís y ríe con todos, aunque no tenga ganas. Además, siempre hay un Viceroy entre sus dedos huesudos.
Torecchio y sus crucigramas
Me queda dando vueltas el crucigrama de Torecchio, el genial humorista del grupo, al que no le importa entrar con pantaletas y chalas azabaches, por el sofocante calor de las cuatro y media. Aparte de éste, lleva otros ya diseñados y todos en estilo mercurial, con la consabida foto de portada que muestra otras temáticas. Traigo una hoja donde aparece el Titanic. Ya lo intuyo. Difícil como la mayoría de esos jeroglíficos.
Cuando llegué esa tarde a corregir las palas y los párrafos, anunciaron por la radio que había muerto Frei Montalva en la clínica. Dentro de la micro se supo la noticia y la gente estaba consternada. Pensé en papá, furibundo falangista en Coyhaique y en el petiso Chocaír que gritaba consignas cuando iban a recibir la delegación al aeródromo del Claro, cerca de Panguilemu. Se metían al patio grande y cerrado de la casa a pintarrajear letras negras para los pasacalles.
Lo cierto es que en Santiago los cargos disponibles duran lo que pinta un semestre. Me lo advirtió Alberto:
—Se fue con licencia Gerardo, se notaba un poco trastornado. Y justo llegas tú, de Coyhaique. Para qué esperar tanto ¿no? Te ves menos loco que él. En la tarde conocerás la editorial.
Ha pasado el tiempo y pienso que, desde joven he saltado de papel a línea, de tipología a editorial, de color a libros, a diseño, a revista. Después del Mercurio, me pregunto qué vendrá.
Lo triste de todo eso es que he aprendido a presagiar y ese don de la anticipación lo da el infortunio de ser pedagogo, aunque con el consuelo de haber estado en una universidad de las mejores. “Dobla la cerviz, fiero sicambro, adora lo que has quemado, y quema lo que has adorado”. optó por decirle un obispo católico al jefe bárbaro Clodoveo.
A Cerrillos en un taxi
Al final me mandaron solo a la editorial. Estaba bastante lejos, pero la empresa me pagó un taxi para llegar en un viaje larguísimo hasta la planta de Cerrillos. Recuerdo un sitio monstruoso de unas cuatro o cinco cuadras y en el interior esas máquinas Heidelberg rotativas y dos prensas planas que funcionaban solas. Quedé impresionado al comprobar que los gigantes rodillos nunca dejaban de moverse. Un tipo medio canoso y enojado me dijo que estaban listos los ozalids. Fue ahí donde empezó mi trabajo pesado. Corregir lo ya corregido por horas. La verdadera misión, la revista completa lista para impresión, ahí, donde gigantescas rotativas deslizaban un pliego eterno, que casi topaba el cielo raso de un lugar tan grande como un gimnasio. Yo estaba ahí para indicar que todo estaba como listo para que esta noche se impriman un millón de revistas del Domingo. Sin errores, para que todo se leyera bien y se diera el visto bueno con la mosca del coordinador general. En medio año me hice experto y fui agasajado en mi despedida, creo que no estaban todos felices de que me fuera. Algo olía mal ahí dentro.
La Tizona del Patrocinio
Más atrás en el tiempo, cursaba las humanidades en la calle Bellavista. Mi colegio era una maravilla del siglo XIX, aunque se cayeran a pedazos los ventanales, y algunos sacerdotes ya anduvieran en los cien (no podía entender cómo aún seguían avanzando por los gigantescos pasillos). La que brillaba por su magnificencia era la fuente de agua con las camelias, que enaltecía la efigie de Juan Bosco en el imperio mismo de la santidad. Antes de entrar a clases a las ocho quince, debíamos contarle los pecados a un curita debajo de los vitrales, entre el atrio y las columnatas.
Por esos días felices recibí de regalo mi recordada Tizona con cuerpo de raulí que sonaba como los dioses. En ella aprendí a digitar las cuerdas malamente, y entre los recreos y el deporte, me sentaba a tocar solo en la fuente de las camelias, mientras se me empezaban a acercar algunos de mis amigos. Cantábamos horas. A veces nos quedábamos sin almorzar. Maquieira se quedó escuchando boquiabierto mi Casa del Sol Naciente. Y ese temazo nunca más dejó de escucharse en el Patrocinio.
El Festival de los colegios secundarios
Fue en plena coronación del año, antes de los exámenes, que llegaron las bases para concursar en el Primer Festival del Cantar Secundario, con treinta establecimientos de Santiago. El acontecimiento sería en el edificio amarillo del Colegio Universitario Salvador.
En medio de la expectación de noviembre, rápidamente armamos e inventamos nuestro grupo musical en base a la armónica country de Felipe Cerda, la mandolina asiática de Godofredo Rompeltien y mi guitarra Tizona de puente anchísimo de raulí, que alcanzaba una resonancia maravillosa.
Emulando a los conjuntos de moda del momento como Bric a Brac, Clan 91, Náufragos, Mods, Blops, Beatles, Animals, Rollings y tantos otros, nos quedamos solos ensayando noches enteras para presentarnos a la competición. Recuerdo que había en todas nuestras reuniones silencios tan largos, que más bien parecíamos monjes tibetanos que tres estudiantes patrocinianos para una competencia de liceos santiaguinos.
Dos semanas más tarde ya habíamos hecho nuestra la canción que nos iba a representar y la enarbolamos como trofeo de guerra. Se trataba de un potpourrí lleno de bríos y ritmos alegres que causaron una buena recepción en los escenarios. Los arpegios de mi guitarra adolecían de técnica, pero sobraba ángel y virtuosismo aprendidos en tanto guitarreo por ahí. A Godofredo le importaba un comino saber quién le estaba rodeando. Cabeza gacha y con una expresión de retraimiento y silencio, enarbolaba con la uñeta de plástico melodías agudas que arrancaban del encordado de la mandolina hacia los aires, metiéndose por el micrófono y confiriendo al entorno algo infinitamente arrobador. Felipe, a dos manos con su mechón hippie y su corbata, lograba remontarnos al oeste de los vaqueros: country que aúlla en su armónica Honner a la que logra imprimir un vibrato lingual pocas veces escuchado.
Cuando llegamos a la última noche, la concurrencia nos regala aplausos más intensos y le añade aulliditos. Somos aclamados por toda esa concurrencia en medio de las luces que encandilan. Ganamos. Lo dice el presentador esa noche y el ruido es ensordecedor con un gran primer lugar que nos hace acreedores de la gloria: diplomas, dinero, instrumentos y una importantísima presentación en vivo en el Canal 13 de la calle Lira.
Recuerdo que firmamos autógrafos a centenares de calcetineras que nos encontraban por ahí. El Pollo Fuentes, César Antonio Santis y otros nos acogían con grandes críticas favorables. Fuimos después a la carpa de Violeta Parra a La Reina, al teatro Oriente de la calle Manuel Montt y a cuanto festival haya entrado después de aquel en colegio secundario de Santiago.
Al pasar ayer por ese colegio de la calle Salvador, han desfilado muchos detalles que creía extinguidos, como el primer lugar folklórico de Ricardo de La Fuente con Camanchaca y Polvareda, que luego llevaría a Viña, haciéndose famoso. No podría olvidarlo a él y a nosotros ensayando los últimos detalles antes de salir al escenario. Dos chicas del Dúo Sortilegio caminan con nosotros por Brown Norte.
Godofredo y Felipe andan en sus mundos. Ya creo que no nos juntamos otra vez. Y hay mucho más que contar con este gran Santiago que, si lo tomas de la pata y no lo sueltas, parece sentirse bien y a gusto. Siempre que tengamos buenas intenciones y, sobre todo, seamos tan jóvenes como éramos, con ingenio y sutileza. Para creernos dueños del mundo.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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