Es impactante cuánto nos puede costar decir que no. Ahí está, tan simple como suena. No. Una pequeña palabra de dos letras que parece atascarse en nuestra garganta cada vez que intentamos pronunciarla. Y en su lugar, sale un "sí" automático, acompañado de una sonrisa forzada y una sensación incómoda en el estómago.
Este "sí" nos persigue durante el día. Nos levantamos pensando en ese compromiso que aceptamos sin querer. Nos acostamos sintiendo el peso de esa responsabilidad extra que asumimos. Y en medio, vamos por la vida acumulando tareas, favores y obligaciones que realmente no deseamos.
¿Por qué nos resulta tan difícil establecer límites claros? ¿Qué hay detrás de esta incapacidad para proteger nuestro tiempo, energía y bienestar?
Cada vez que decimos "sí" cuando queremos decir "no", estamos respondiendo al miedo. Miedo al rechazo, a la desaprobación, a no ser queridos o aceptados. Miedo a decepcionar, a generar un conflicto, a romper la armonía social.
Es como si existiera un juez interno que nos advierte: "Cuidado, si dices que no, te quedarás solo". "Si no ayudas, pensarán que eres egoísta". "Si pones un límite, creerán que no te importan".
Y así, vamos por la vida complaciendo a otros, postergando nuestras necesidades, sobrepasando nuestros límites. Nos convertimos en ese amigo que siempre está disponible, ese familiar que nunca se niega a un favor, ese compañero de trabajo que asume las tareas que nadie quiere hacer.
Mientras tanto, nuestra energía se agota. Nuestro tiempo se escurre. Y lentamente, vamos sintiendo un resentimiento silencioso que daña nuestras relaciones y nuestro bienestar.
En Chile, llevamos el "no poder decir que no" a niveles de arte. Nuestra cultura está profundamente marcada por el "que dirán", una forma sutil pero poderosa de control social que nos mantiene dentro de los márgenes de lo aceptable.
No es casualidad que hayamos desarrollado un lenguaje lleno de eufemismos y rodeos para evitar la confrontación directa. "Lo voy a intentar" (cuando en realidad queremos decir "no puedo"). "Quizás más adelante" (cuando pensamos "nunca"). "Veré cómo me organizo" (cuando sabemos que no tenemos tiempo).
Aceptamos invitaciones a eventos a los que no queremos asistir. Ayudamos a personas cuando estamos agotados. Prestamos dinero que no podemos permitirnos perder. Todo por ese miedo ancestral a quedar mal, a ser juzgados, a romper la armonía social.
Mientras tanto, en países como Alemania, la comunicación directa es valorada como una forma de respeto. Decir claramente "no" es visto como una muestra de honestidad y transparencia. No se interpreta como descortesía, sino como autenticidad.
Un alemán no tiene problema en decirte que no puede asistir a tu evento porque prefiere descansar. O que no está de acuerdo con tu propuesta laboral porque tiene otra visión. Esta franqueza, aunque para nosotros puede parecer brusca, elimina malentendidos y construye relaciones basadas en la verdad, no en la complacencia.
Cada vez que no ponemos un límite necesario, pagamos un precio. A veces es inmediato: esa sensación de malestar, de estar haciendo algo contra nuestra voluntad. Otras veces es acumulativo: el agotamiento crónico, la sensación de vivir una vida que no nos pertenece del todo.
Nos encontramos haciendo más de lo que podemos. Asistimos a eventos sociales cuando en realidad necesitamos descansar. Aceptamos cargas laborales excesivas por miedo a decepcionar. Permitimos faltas de respeto para no generar un conflicto.
Y mientras tanto, nuestro cuerpo nos habla. Aparecen dolores de cabeza persistentes. Sentimos tensión en los hombros y la espalda. Nos cuesta dormir. Nuestro sistema nos está enviando señales claras de que algo no está bien, de que estamos sobrepasando nuestros límites naturales.
Al igual que con nuestras emociones, que necesitan ser escuchadas y validadas, nuestros límites necesitan ser reconocidos y respetados. Primero por nosotros mismos, luego por los demás.
Decir "no" no significa ser egoísta o desconsiderado. Por el contrario, puede ser un acto de profundo respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
Cuando dices "no" a algo que realmente no quieres o no puedes hacer, estás siendo honesto. Estás evitando comprometerte con algo que después cumplirás a medias, con resentimiento o con estrés. Estás permitiendo que otra persona busque alternativas reales en lugar de contar con un "sí" vacío.
Un "no" claro libera tiempo y energía para tus verdaderos "sí". Te permite dedicarte con entusiasmo y plenitud a aquello que realmente te importa, en lugar de dispersarte en compromisos que aceptaste por complacencia.
Imagina por un momento cómo serían nuestras relaciones si todos dijéramos "no" cuando realmente queremos decir "no". Si aceptáramos una invitación solo cuando tenemos genuino interés en asistir. Si ayudáramos solo cuando tenemos la energía y disposición para hacerlo bien. Si asistiéramos a reuniones familiares porque realmente queremos, no porque "toca".
La paradoja es que las relaciones se fortalecerían, no se debilitarían. Porque estarían basadas en la autenticidad, no en la obligación.
Poner límites es como aprender un nuevo idioma. Al principio se siente extraño, incómodo. Temes estar pronunciando mal, usando las palabras incorrectas. Pero con práctica, se vuelve más natural, más fluido.
Comienza con pequeños "no". Por ejemplo, decir que no cuando no quieres participar en una donación, o en un sorteo. O rechaza esa invitación a un evento que realmente no te interesa. Dile a un familiar que no podrás ayudarlo en ese momento, pero ofrece una alternativa realista. Explícale a tu jefe que necesitas redefinir tu carga de trabajo para mantener la calidad.
Aprende a distinguir entre una petición y una exigencia. Entre un favor razonable y un abuso. Entre lo que te corresponde hacer y lo que estás asumiendo por miedo o culpa.
Y sobre todo, observa cómo te sientes después de haber puesto un límite claro. Es probable que experimentes cierta culpa inicial, cierto temor a las consecuencias. Pero luego llegará una sensación de alivio, de autenticidad, de estar honrando tus necesidades y capacidades reales.
Imagina vivir en una sociedad donde cuando alguien te dice "sí", puedes confiar plenamente en que realmente quiere decir "sí". Donde una invitación aceptada significa verdadero interés, no mera cortesía. Donde un favor concedido viene del genuino deseo de ayudar, no del miedo a quedar mal.
Las relaciones serían más sencillas, más transparentes. La comunicación fluiría sin tantos malentendidos ni expectativas no cumplidas. Nos relacionaríamos desde la autenticidad, no desde la obligación.
Este cambio comienza con nosotros. Con cada pequeño "no" que nos atrevemos a pronunciar. Con cada límite claro que establecemos. Con cada vez que elegimos la honestidad por sobre la complacencia, aun cuando resulte inicialmente incómodo.
Ya es hora de liberar esa pequeña palabra de dos letras que lleva demasiado tiempo atrapada en nuestra garganta. De permitirnos ser auténticos, con nuestros deseos y nuestros límites. De comprender que decir "no" a lo que no nos corresponde o no nos nutre es decir "sí" a nosotros mismos.
Y quizás, en ese acto de autenticidad, encontremos una forma más sana y honesta de relacionarnos con los demás.
Valentina Jofré Pfeil
Psicóloga y Magíster
Fundadora y coordinadora clínica de vayabien
Grupo DiarioSur, una plataforma de Global Channel SPA.
Powered by Global Channel
214899