¿Quién será esa señora de ojos color aguamarina que avanza por la vereda esparciendo sonrisas y retozos? ¡Cuántas veces me la encontré, con un halo de silencio y sensatez entre las esquinas y los atajos! Su imagen nos fue vendida como una especie de dislate folclórico, que nos obligaba a oír un acorde enredado sobre una lindura de emociones. ¿Era en realidad una condesa? ¿Y por qué siempre andaba sola por las calles? ¿Y nunca hablaba? ¿Y casi nunca saludaba?
Casi cuarenta años después, el único ahijado que queda en el pueblo me reveló su verdadero nombre: Antoinette Olga Alexandin Leontine Elene Klothilde Josefa Ignacia María, una larga cadena de sonidos y caracteres que sobresalta y amedrenta. Pero ella no estaba sola en la ciudad. Era la esposa legal del Conde checoslovaco Guillermo de Kolowrat, otra designación excesiva, con esa quisicosa que todo lo confunde y lo ensombrece: Wihelm Jaroslav von Kolowrat Krakowsky Leibseeinsky.
El conde Guillermo y su casa de campo
Un concepto de furor y escepticismo parece plasmarse cuando se lo recuerda, y algo así como un halo de misterio obliga a crear un rechazo entre algunas vecindades. Este personaje tan hermético del cual se hablan tantas cosas, apareció cierta mañana en varios camiones con sus bienes y se posesionó de su casa ya construida en Vista Hermosa, cerca del cruce del Ibáñez.
Ya en los cincuentas se comentaba que el conde Guillermo era capaz de hacer observaciones telescópicas de los astros y constelaciones, en el altillo de una casa que levantó en el fundo Los Mallines, casa que existía a la par con la oscuridad del altozano. También se comentó su carácter huraño, su excéntrica soledad y su desabrimiento, esa forma perspicaz que tenía de cerrarse a los demás para rodearse de un nimbo de misterio y ocultación. Esa mirada y esa conducta convertían aquello en algo de lo más normal. Aunque había un montón de situaciones extremas y fuera de toda lógica, como aquella vez que tuvieron que bajarlo casi congelado del altillo por haber sacado mal la cuenta sobre el sentido del tiempo y la sobrevivencia.
Kolowrat era paradójico, pero consecuente con lo que llevaba encima. Con la misma lucidez de sus constelaciones, dejaría volar la mente hasta el desván de su casa, donde había instalado un segundo nivel con aparatos alambrados, muebles de latón que mostraban los planetas en sus lecturas y hasta letreritos bien terminados con el nombre y los números de sus extraños aparatos. Parece que no era algo difícil porque se lo pasaba más de la mitad de las horas del día encerrado ahí, solo y silencioso.
La condesa Antonia, vidas distintas
Pero allá en el pueblo estaba su mujer la condesa, alguien bastante distinta a él ya que le gustaba compartir, saludar, sonreír, caminar, y hablar con todos, mucho más cuando sentía que la trataban tan cariñosamente con el patronímico apelativo de condesa de Khevenhüller
Vivían en calle General Parra, cerca del Gimnasio, rodeados de una veintena de gatos de todos los pelajes, colores y temperamentos. Ella había nacido con el nobiliario título pegado como una etiqueta en lo más profundo del alma: Condesa de Khevenhüller-Metsch und Aichelberg.
Esta mujer nunca dejó de atraerme durante mi primera adolescencia, cuando la veía pasar por mi lado como adormecida y mirándome con esos ojos impresionantes como si quisiera decirme algo que nunca me dijo. Siempre la vi a la distancia caminando por aquí y por allá como si viviera flotando por el espacio. Tenía los ojos tiernos, que irradiaban una dulzura infinita. Creo poder decir que sus peores años fueron cuando enfermó y andaba muy agachada, con una tierna curvita dromedaria sobre sus espaldas. Como soy de muchos hospitales, alguien me confesó algunas cosas a medida que transcurrió todo ese tiempo.
La Condesa pidió un día entrar a trabajar al hospital, cuando murió Guillermo, su esposo legal. En el ala administrativa conversó con algunos superiores para proponerle la idea de repartir agua caliente y fría en dos enormes teteras. Su petición fue bien vista y aceptada a los meses después, y entonces la vieron por los pasillos con dos teteras grandes, una en cada brazo, mientras visitaba habitaciones y enfermos para ofrecerles al agua que necesitaban.
Pasó el tiempo y la condesa envejeció, se arrugó su rostro y cambiaron sus facciones. Entonces, ya no pudo con el peso de las teteras. Durante el gobierno militar hubo grandes cambios y dificultades de todo tipo en la salud. El doctor Heiremans, jefe de la época, le entregó una buena noticia al ingresarla al área de esterilización como encargada de las tórulas, motas de algodón ascépticas listas para ser utilizadas en las urgencias y operaciones.
Sus jornadas rutinarias y desvaríos
En la calle Parra quedaron muchos recuerdos de esta pareja. El Conde salía a diario a tomarse su aperitivo de coñac a la botillería de Elías Acevedo, que estaba en la cuadra de atrás de la manzana. Nunca dejaba de lucir su garbo y elegancia este señor Conde. Avanzaba con postura aristocrática en medio de las sombras, donde destacaban sus infaltables guantes de terciopelo y su majestuoso porte de solemnidad.
Con los años, algo comenzó a cambiar en la vieja condesa. Era extraña su conducta, especialmente cuando hablaba y reía con sus gatos durante horas y luego se pasaba por el cerco hasta llegar donde los vecinos Almazán a cualquier hora de la noche o del día para sentarse, como si fuera una niña, en un columpio de colores que chirriaba sobrecogedoramente en medio del balanceo.
Valiosos testimonios de sus vecinos
De entre los testimonios más impactantes de quienes les conocieron, destaca el de Rosa Bucarey, que asegura que el conde era todo un personaje en Coyhaique junto a su esposa la Condesa. Iba todos los días a mi casa y se sentaba con nosotros para contarnos sobre sus palacios de invierno y verano. Cuando viajé con mi esposo a Europa, estuvimos en Praga. Y ahí conocí el palacio del que nos hablaba tanto. Era el mismo de sus conversaciones, y cuando lo vi no pude contener mi emoción. Tengo entendido que la familia donó ese palacio al Estado. Tengo un gran cariño con esas bellas personas. Hasta el día de hoy.
Danka Ivanoff, destacada estudiosa de la historia se queda en sus relaciones rigurosas, recalcando que el conde Guillermo no tenía nada de misterioso ya que en sus años jóvenes trabajó en el departamento de Vialidad y ayudó al diseño del camino a Ibáñez Fue, creo, el único extranjero que recibió tierras fiscales por “servicios distinguidos al país". La Ley de Colonización de1930 prohibía que los extranjeros fueran propietarios, ni siquiera de un sitio, salvo que hayan trabajado para Chile El hermano menor del conde obtuvo un campo desde Vista Hermosa hasta el famoso rostro de perfil en el camino a Puerto Ibáñez, la que hasta hoy ha sido llamada la Piedra del Conde.
Danka entiende que Antonia fue casada con el conde que conocimos. Éste falleció durante un vuelo en avión a Santiago de un infarto fulminante. Pasado un tiempo, acompañó a su cuñado. No hay que olvidar que este conde oficiaba de relojero, un oficio aprendido por generaciones y que dominaba a la perfección para reparar todo tipo de relojes.
Para María Elena Taboada, coyhaiquina natal, la figura de la condesa se resiste a irse de la memoria al decir que eran nuestros vecinos, vivían justo frente a mi casa, lo recuerdo claramente. Él era un hombre bastante hosco, alto, huraño, que siempre salía a la calle muy elegante luciendo sombrero y guantes. En cambio, ella era más sencilla, aunque ostentaba más títulos que su esposo. Cuando iban de compras, ella caminaba detrás de él, con las bolsas. Y él, delante, manipulaba su elegante bastón. No saludaba a nadie y los niños le tenían terror.
Los últimos años de la condesa
Después que falleció el Conde, doña Antonia, pasó a ser muy amistosa. Varias personas visitaron su casa humilde y sencilla, pero siempre ordenada y limpia. En un baúl guardaba vestidos muy lindos, recuerdos y fotos familiares. Ella se veía una mujer muy fina, de hermosos ojos color agua marina muy expresivos. Usaba unos pendientes largos de brillantes que eran de su madre, según ella contaba.
Con el correr de los años envejeció, su espalda se encorvó y seguramente sufrió demencia senil. Se paseaba por las noches frías en ropa interior por su casa con aspecto de abandonada y llena de gatos. Los vecinos entonces, que ya la conocían se acostumbraron a atenderla llevándole comida preparada. Los Almazán, los Taboada, los Bucarey, los Figueroa. El mismo lugar de trabajo donde ya no ejercía, le permitió comprender que debía estar ahí. Y junto con otras personas gestionó su ingreso y su hospitalización. Durante esos últimos cuidados permaneció bien atendida, hasta su fallecimiento.
Una mirada dulce y deleitable, con bellas palabras de afecto hacia los enfermos es lo que queda de esta dama de alcurnia que se paseó por Coyhaique dejando una estela de recuerdos junto a su marido y su cuñado Albigo.
OBRAS DE ÓSCAR ALEUY
La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona).
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