Eran las 15:11 horas del domingo 22 de mayo de 1960 cuando a varios metros bajo la superficie de la tierra se produjo una ruptura tectónica de proporciones épicas.
Fue como si las míticas serpientes Tren Tren Vilú y Cai Cai Vilú hubiesen despertado de letárgico sueño de millones de años para desatar su eterna lucha por el bien y el mal.
Fue una sacudida de 9,5 grados en la escala Richter, el más potente jamás registrado y que fue precedido por intensos sismos, menos fuertes que el terremoto principal, pero igualmente destructivos, que provocaron la caída de puentes y la rotura de carreteras.
Como era domingo, muchos lugares públicos estaban desocupados, lo que evitó una mortandad mayor desde Bio Bio hasta la isla de Chiloé.
El epicentro fue Valdivia, la ciudad más castigada y que vio a bellos edificios derrumbarse, dignos testigos de un pasado progresista.
El Hospital Regional de Valdivia fue duramente golpeado, pues de los ocho pisos que tenía sólo quedaron cinco. Lo más triste fue la destrucción de la unidad de maternidad, donde muchos niños y niñas perecieron.
La Catedral de Valdivia quedó completamente destruida, el edificio del Banco de Chile –de una arquitectura sin igual- quedó inhabitable, al igual que la antigua fábrica de cervezas de Anwandter.
Picarte, la columna vertebral de Valdivia quedó resquebrajada y varias tiendas comerciales se cayeron, tal como la tienda El Corte Elegante, el Centro Español o el Colegio Alemán, sólo por nombrar algunas.
Hubo
edificios que resistieron como el Prales –de Prochelle y Hales- tal vez el primero construido con un sistema antisísmico.
Los puentes Pedro de Valdivia y Calle Calle, inaugurados en 1944 y 1954, no se derrumbaron, pero sí se cayeron sus accesos y se debió poner tablas para que los vehículos pudieran acceder por ellos.
En las afueras de la ciudad, las carreteras quedaron debastadas. Puentes se cayeron y cerros se derrumbaron, afectando los caminos y provocando tres tacos en la desembocadura del lago Riñihue, que conectaba con los ríos San Pedro, Calle Calle, Valdivia y hacia el mar.
Valdivia había quedado incomunicada con el resto del mundo.
En Corral también se sintió el terremoto, pero lo más terrible fue el maremoto que el sismo produjo.
El mar comenzó a retirarse y a eso de las 16 horas una gran ola arrasó con el sector de Corral Bajo.
Cuando el mar se alejó algunos corraleños que habían arrancado a cerros elevados retornaron a sus casas para ver si podían rescatar algo, pero no se dieron cuenta de una segunda ola más grande. Eso fue su perdición.
Una tercera ola repasó lo que quedaba, mientras en el mar los barcos y vapores hacían sonar sus sirenas, dando un espectáculo pavoroso a la escena.
Las naves de la Naviera Haverbeck y Skalweit fueron castigados por la fuerza del agua. El Carlos Haverbeck quedó varado en la bahía de Corral y sus pasajeros alcanzaron a salvarse de milagro.
Se cuenta que su capitán al ver la enormidad de la tercera ola tomó su revólver y se disparó en la sien, pero el tiro no le salió porque el agua mojó los mecanismos del arma.
El vapor Canelos salió expulsado a merced de las olas y finalmente encalló en el estuario del río Valdivia, lugar donde aún permanece.
Vapores como el “Chancharro” o el “Pacífico” desaparecieron tragados en el banco de las Tres Hermanas, en plena bahía. Sólo sobrevivió el piloto del “Pacífico” Juan Roa, que fue arrojado hacia Cutipay, luego de subirse a unos planchones de madera.
Corral quedó incomunicado de la civilización y pasaron varios días antes de que llegara ayuda, mientras los sobrevivientes aguantaron el frío y la lluvia en modestos toldos.
Valdivia se quedó sin agua potable, un peligro que podría ocasionar enfermedades. Ahí surgieron los bomberos valdivianos, en especial la figura del voluntario de la compañía de Collico, Ananías Zapata.
Zapata junto a otros de sus colegas comenzaron a cavar y bombear agua de una vertiente que había en Collico y con ello lograron darle agua potable a la ciudad y repartirla entre los vecinos en los carros bombas.
Ananías Zapata fue un héroe para Valdivia y fue condecorado años después por su acción.
Otro que destacó por su arrojo fue el bombero y profesor del Instituto Salesiano, Álvaro Inzunza.
El voluntario de la Séptima Compañía acudió al rescate de José Cutiño, un hombre que estaba en la Mutual de Seguridad, actual edificio de la Gobernación Marítima.
Inzunza sacó a Cutiño excavando con sus propias manos un túnel, alumbrándose con velas y soportando las réplicas del terremoto. Pudo desistir de su rescate, pero no abandonó a Cutiño hasta que lo sacó. Otro héroe de la gesta de 1960.
Los valdivianos recibieron a otras familias que se quedaron sin nada tras el terremoto. Hubo algunas que deslumbraron por su generosidad al hacer ollas comunes para los vecinos de sus barrios.
En esa labor destacaron especialmente las familias Farriol y Huaquin, ésta última con el regidor José Huaquin que junto a su esposa Graciela Mora, en mangas de camisa, servían platos de cazuela a los damnificados de la población Ferroviaria.
Otro grupo que se ganó el corazón de los valdivianos fue el de los jóvenes soldados de la Escuela de Infantería que venía de San Bernardo y que fueron bautizados por la prensa como el “Batallón de Hierro”.
Los jóvenes estudiantes recibieron la orden del Alto Mando del Ejército de Chile de trasladarse en tren hacia Valdivia para ayudar a los damnificados.
Al llegar a Antilhue el tren no pudo seguir porque la línea estaba cortada, por lo que tuvieron que avanzar a pie, en camiones militares o lo que sea hasta llegar a la ciudad y concentrarse en el Campo Militar.
Estos jóvenes ayudaron a retirar escombros, llevaron alimentos, repartieron agua y custodiaron a los denominados ruqueros, los vecinos que se quedaron sin casa por los derrumbes y subida de las aguas.
El “Batallón de Hierro” llevó a su gente de sanidad y peluqueros para los vecinos y hasta jugaban a la pelota con los niños de esos campamentos para pasar el rato en los difíciles y fríos días del invierno de 1960.
Fueron los soldados héroes en tiempo de desastre.
Ante la incertidumbre de los acontecimientos, la autoridad decretó sacar a niños, niñas y mujeres de Valdivia y sus alrededores.
En barcazas de la Armada o en aviones de la FACh, miles de pequeños se alejaron de la zona de peligro y fueron acogidos por familias de Santiago y de otras ciudades del país.
Muchos de esos pequeños acogieron ese viaje como una aventura, pues nunca habían navegado y menos volado en un avión.
Tres largos meses vivió Valdivia sin las voces de sus pequeños. Algunos regresaron por tren.
A la altura de Antilhue varios niños y niñas vieron cientos de pañuelos blancos agitados al viento. Eran los adultos que así recibieron a sus pequeños valdivianos tras la larga separación.
Lágrimas de emoción, corazones rebosantes de alegría, Valdivia volvía a llenarse de esperanza, de futuro.
Al menos dos mil personas perdieron la vida en este desastre, 50 mil quedaron sin hogar y hubo, a consecuencia del terremoto, tsunamis en Japón y Hawaii y un terremoto y lagomoto en la vecina ciudad argentina de San Carlos de Bariloche.
Hoy lunes 22 de mayo se recuerda un año más de aquella tragedia, un día que quedó marcado a fuego en la historia de Valdivia.
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