Por Iván Neira Navarrete
“Para el golpe de Estado tenía 19 años y cursaba cuarto medio en la Escuela Industrial de Valdivia y desde muy temprana edad me sentí atraído por los temas sociales y políticos.
Recuerdo que fue muy difícil tomar una posición política, los jóvenes idealistas de esa época habíamos hecho nuestra la frase del filósofo Marcuse: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”; además, yo me sentía tremendamente seducido por las ideas de izquierdas.
En esa época ser revolucionario no sólo estaba de moda, era la consecuencia de un ideal al servicio de los más pobres y de la construcción de un país más humano. Sin embargo, un proyecto tan hermoso como el de la Unidad Popular, lo abortaron sus propios actores, con sus conductas totalitarias y su visión reduccionista de la sociedad y del Estado, lo cual es incompatible con una visión humanista y cristiana de la sociedad.
A comienzos del año 1973 fui elegido presidente comunal de los estudiantes secundarios de la Juventud Demócrata Cristiana (JDC) de Valdivia. Ese año la JDC tenía presencia en todos los Centros de Alumnos de los colegios secundarios de Valdivia, excepto el Colegio Alemán y el Windsor School.
El clima a nivel social y estudiantil a esas alturas, era extremadamente ideologizado y confrontacional, resultaba absolutamente normal que los estudiantes usaran “linchacos”, “cadenas” y “hondas”. La paz social estaba muy quebrantada y todo indicaba que esto iba a terminar mal, como lastimosamente ocurrió.
No supimos valorar la democracia y nuestra clase política hizo como el avestruz: escondió la cabeza y dejó el país a la deriva.
Lo cierto es que pagamos muy caro la intransigencia de unos y el totalitarismo de otros. Aspirar a mayor justicia social e intentar disminuir la brecha entre los más ricos y los más pobres, era y sigue siendo un imperativo ético y moral, pero no puede servir de excusa para intentar imponer un modelo de sociedad que no ha pasado la prueba de la blancura en ninguna parte del mundo, así como tampoco puede servir de excusa para perpetuar privilegios e injusticias.
Sin embargo, nadie sospechaba que este inminente quiebre institucional terminaría, en una dictadura tan siniestra y brutal como la que vivimos.
Los victimarios se justificaban invocando una supuesta guerra interna, pero hoy sabemos que los enemigos eran un puñado de guerrilleros con una precaria infraestructura militar, frente a un ejército muy poderoso.
Además, sabemos que la gran mayoría de las víctimas corresponde a gente indefensa que fue detenida sin oponer resistencia y posteriormente ejecutada o hecha desaparecer, sin que mediara juicio alguno, no sin antes ser sometidos a todo tipo de vejámenes. Durante la dictadura de Pinochet, se transgredieron normas y derechos que hasta en la guerra se respetan.
Mi experiencia post golpe de Estado, está marcada por mi adhesión y compromiso con los DD.HH. En ese contexto mi trabajo en la Pastoral de Derechos Humanos del Obispado de Valdivia, constituye lo más importante que he hecho en mi vida, lo cual está marcado por experiencias conmovedoras que me tocó vivir y conocer de cerca, de las cuales destaco las siguientes:
La primera de ellas se refiere a la cacería humana desatada a partir del 11 de septiembre de 1973, para detener al supuesto cabecilla del Plan Z en Valdivia: Uldaricio Figueroa.
Figueroa era el secretario regional del Partido Socialista de Valdivia, y hasta el golpe se desempeña como dirigente de la CUT en representación de los trabajadores de Ferrocarriles del Estado, con domicilio en el sector de Punta de Rieles, lugar donde también vivía mi familia, ya que mi padre era empleado ferroviario y colega de Uldaricio Figueroa.
Recuerdo que un día llegó un piquete de militares en traje de combate que acordonó el lugar y rabiosamente procedió a allanar y a interrogar a los moradores del lugar buscando de Uldaricio Figueroa.
Yo estaba con otros muchachos del barrio jugando una pichanga, cuando de pronto un militar apuntando con su fusil y con voz autoritaria, nos ordena ponernos contra la pared con prohibición de hablar.
Durante largo rato, fue una experiencia muy fuerte, sentí mucho miedo.
En 1987 me correspondería, ejerciendo mi labor de coordinador del área jurídica de la Pastoral DD.HH., escoltar a Uldaricio Figueroa, desde una casa de seguridad hasta la Corte de Apelaciones de Valdivia, ya que él había ingresado ilegalmente al país y debía evitar ser detenido por los esbirros de la dictadura.
Su intención era ponerse a disposición de los Tribunales de Justicia para reclamar su derecho a vivir en la patria, cuestión que finalmente logró.
El segundo hecho ocurrió en agosto 1976 cuando la Dina detuvo a mi amigo y camarada Néstor Arias Pantoja, compañero de universidad, estudiante de Construcción Naval, destacado dirigente juvenil de la Democracia Cristiana, opositor al gobierno de la Unidad Popular y quien hasta septiembre 1973 se desempeñó como presidente de la Federación de Estudiantes de la UTE.
A raíz de compartir un mismo ideal político, junto a otros tres amigos nos reuníamos periódicamente con él, en un pequeño departamento que arrendaba en calle Beauchef en Valdivia.
Hablábamos de la contingencia política y estudiábamos apoyados en su nutrida biblioteca, acerca del Humanismo Integral de Jacques Maritain.
Hasta que en la madrugada del día 12 de agosto 1976, fue detenido y secuestrado desde su pensión por funcionarios de la Dina, acusado de formar parte de una supuesta célula política, destinada desestabilizar al Gobierno Militar. Todo fue a raíz de la denuncia del hijo de la dueña de la pensión, quien era infórmate de la Dina.
A partir de ese momento Néstor Arias desapareció de la faz de la tierra. No estaba en ninguna parte, nadie lo había visto.
Consultamos por él en los hospitales, en la cárcel y con sus familiares en Santiago infructuosamente, sin obtener respuesta sobre su paradero. Pasaron dos semanas y media, hasta que un día hablamos con el párroco de la catedral de Valdivia, monseñor Domingo Arriagada, el padre “Chumingo”, quien era muy amigo de Néstor Arias y además, mantenía muy buenas relaciones con las autoridades militares de la época.
Gracias a las gestiones del padre “Chumingo”, a los días siguientes él nos confidenció que le habían informado que Néstor Arias, había sido detenido en su pensión por los servicios de seguridad del gobierno y trasladado a Santiago.
Y así, amarrado con alambre a la rueda de repuesto de la camioneta en la que se movilizaban los agentes de la Dina, fue llevado a Santiago al cuartel de Villa Grimaldi, donde bajo tortura es conminado a informar sobre los miembros y las actividades de la supuesta célula que en el sur de Chile planeaba desestabilizar al Gobierno Militar.
Entre los múltiples tormentos a que fue sometido, el que más me impactó de su relato fue aquel cuando semidesnudo y con los ojos cubiertos con tela adhesiva, los brazos hacia la espalda y las manos esposadas a un catre metálico, era interrogado por una mujer de voz agradable.
Esta mujer lanzaba una pelota pequeña sobre su cuerpo, pero más pesada que una de ping pong, pelota que, posteriormente, era recuperada por a lo menos dos perros policiales que rabiosamente se la disputaban sobre su cuerpo entre sus genitales.
“El sentir el hocico de los perros sobre mi cuerpo disputándose la pelota, era algo espeluznante!”, decía. ”Cada vez que los perros saltaban sobre mi cuerpo, sentía que la muerte se acercaba”.
Néstor Arias, finalmente pudo sobrevivir a ese infierno, gracias a las gestiones del padre Domingo Arriagada y a que sus captores se enteraron que su padre legítimo era un alto oficial de Carabineros.
Así, los primeros días de septiembre 1976, es trasladado al campo de prisioneros de Cuatro Álamos para su recuperación y más tarde, al centro de prisioneros de Puchuncaví, desde donde fue liberado en noviembre de 1976, sin haber sido sometido a proceso y nunca sin que se le formularan cargos.
El tercer evento está referido a una experiencia vivida durante el año 1984 cuando la CNI, en el marco de la “Operación Colombo”, ejecutó a tres personas en Valdivia: Rogelio Tapia, Raúl Barrientos y Juan Boncompte Andreu, quienes murieron en supuestos enfrentamientos.
El asesinato de esto jóveens vinculados al MIR derivó además, en la detención de otras tres personas, por las cuales, desde la Pastoral de DD.HH. presentamos un recurso de amparo, a través del cual solicitamos que un ministro de la Corte se constituyera en el cuartel de la CNI para verificar si los detenidos estaban siendo sometidos a apremios ilegítimos.
Esta acción fue acogida por el tribunal y por primera vez un ministro de la Corte, se constituyó en el cuartel de la CNI exigiendo ver a los detenidos.
Lamentablemente, la diligencia que no se pudo concretar porque la CNI informó que en ese momento los detenidos estaban en la Fiscalía Militar prestando declaración, lo cual obviamente no era efectivo, pero sí era una excelente excusa, para evitar que el ministro de la Corte pudiera constatar el estado de los detenidos.
Ante esta situación el señor ministro, en una digna e inédita reacción, notificó al funcionario de la CNI, indicando que él volvería a primera hora del día siguiente para visitar a los detenidos y que si no se le permitía ingresar, procedería a descerrajar la puerta de acceso al cuartel con el auxilio de la fuerza pública.
Este hecho inédito obligó a la CNI a deshacerse de los detenidos y al final de ese mismo día, los trasladaron a la cárcel pública en calidad de incomunicados para que nadie pudiera verlos.
Habíamos logrado quitarles los detenidos a la CNI y esta buena noticia había que comunicársela a sus familiares, para lo cual recurrí a un amigo que tenía un vehículo moderno automático, habilitado para lisiados, ya que él usa muleta, producto de un accidente sufrido cuando niño.
Eran cerca de las 22 horas de una noche fría y con mucha niebla, cuando llegamos al domicilio de los padres de Jorge Burgos (uno de los detenidos). El vehículo aún no se detenía cuando fuimos abruptamente rodeados por un grupo de uniformados que con sus rostros cubiertos con pasamontañas nos encañonaron con sus fusiles ametralladoras.
A gritos le ordenaron al chofer abrir la puerta del portamaletas del auto. Yo sentía sobre mi cuello el frío metálico del cañón del fusil ametralladora, cuando de uno de los policía grita: “¡olor amongelatina!”
Pensé que nos estaban cargando para justificar lo que vendría. Luego se escucha la orden: “¡que bajen del auto!”. Al abrir las puertas del auto e intentar bajarse, mi amigo pasó a estrellar su muleta contra la manilla del cambio automático del auto, generando un ruido metálico que hace creer a los uniformados que éste había cogido una arma.
En fracción de segundos todos los policías al unísono hacen el ademán de “pasar bala”, generándose un ruido aterrador. Quedé paralizado. Sabía que después de eso viene la descarga. Fue tal la conmoción, que perdí el sentido de la realidad por algunos segundos, porque sólo recuerdo después estar parado afuera del auto con los brazos arriba.
Mientras revisaban nuestras pertenencias se encontraron con la credencial extendida por el obispo Alejandro Jiménez, donde señalaba que en su representación yo estaba encomendado para realizar una labor pastoral en torno a la defensa y protección de los Derechos Humanos.
Casi como por arte de magia todos los policías desaparecieron en la oscuridad de la noche. Sólo uno de ellos se disculpó brevemente y nos dejó continuar.
Tiempo después nos enteramos que el supuesto “olor amongelatina”, que casi causa una tragedia, correspondía a la emanación de olor generada por la orina de gato que se había impregnado en un cobertor guardado en el portamaletas, el cual era usado por el dueño del vehículo por las noches para cubrir el auto precisamente de estos tiernos animales".
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